Campos de soledad
Urtsumiatza es soledad. Inevitable
acordarse del invierno, del oscuro y del frío que deben asolar estos rincones
con velocidad abrumadora en cuanto el sol se escapa hacia el valle de Etxalar.
La noche se hace aquí muy larga, rodeada de silencios, acompañada de murmullos
de bosque, de mochuelos y roedores. Pero por la mañana, con el resucitar del
día, asomando las luces hacia las murallas de Aitxuria, se agradece
especialmente el retorno a la
vida. Así , camino despacio los primeros pasos que de
Urtsumiatza llevan hacia el valle de Baztan. Junto a los robles del collado me
despido de las praderas de Etxalar. Sé que me espera tierra solitaria pero casi
lo agradezco esta mañana.
El viejo camino se encrespa
suavemente en los perfiles de la loma de Palomeras. En otoño es mejor no venir
a estas tierras; deberían ser el imperio de las aves viajeras pero son dominio
de los cazadores que les acechan tras cada arbusto como los viejos carabineros
de frontera. Fronteras marcadas desde antiguo también por otros hitos más macabros
aún que las palomeras, todos emblemas de muerte. Son los bunkers de la “Línea P (Pirineos) o
Línea Gutiérrez” –este era el nombre de uno de los coroneles de infantería que
participó al parecer en el diseño de la fortificación- que debiera haber prevenido
una invasión aliada desde Francia tras la Segunda Guerra Mundial.
Nada sucedió y nunca un bunker fue utilizado para propósito bélico alguno pero
ahora acompañan a cada trecho.
Así es el mundo de
contradictorio cuando se cruzan las tierras más abruptas de esta Navarra
pirenaica, en pleno Señorío de Bertiz, donde cada caserío es un paraíso
apartado.
Alkurruntz parece hacerle la
competencia a Aitxuria y me desafía. No puedo coleccionar todas las cimas, a mi
pesar, aunque también es posible otro desvío a esta picuda pirámide. Por hoy la
dejaré de lado a sabiendas de que en esta etapa tengo poco más que colinas para
coronar. Están después de pasar Eskisaroi y aunque ahora este lugar ha perdido
ya toda su actividad tradicional no deja de mantener una importante fuerza
simbólica. Porque, como ahora, fue siempre una encrucijada de caminos
fundamental; de arrieros transportistas, de contrabandistas y de ganaderos.
Elizondo está cerca y todos los intrincados caseríos de la comarca tuvieron un
paso por Eskisaroi. Ante la explanada de la antigua venta se congregaban cada
verano, en agosto, por San Bartolomé, gentes llegadas de todos los pueblos del
contorno. Rezaban la romería al santo y por supuesto festejaban la reunión con
placeres para el vientre, cosa siempre importante en estos lugares solitarios.
Poco más que un caminante despistado
o acaso un ganadero sorprendido de encontrar a un caminante se tropieza uno por
estos pagos. Lo más, ganados tranquilos que pacen a sus anchas: vacas, ovejas y
caballos. Casi siempre están ventilándose del calor del verano por Oiarmunho y
Atxuela, las máximas elevaciones de esta jornada de tránsito. Sólo helechales y
praderas coronan estos paisajes que miran a Baztan y a los confines de
Iparralde.
De camino, antes de cumbrear Atxuela,
le sale al paso al caminante una misteriosa cruz de hierro, soportada en una
raída estaca. Me gustaría poder preguntar, pero no encuentro a quien; topar con
alguien que explique la razón de este hito en la nada de los caminos de
montaña. Al menos quienes acaban de renovar el GR11 se han tomado el trabajo de
limpiar el balizaje que antes habían pintado sobre este símbolo. Gracias.
Las cuestas se acaban en Atxuela; al
menos las que van para arriba. Ahora toca bajar, con la mirada puesta en Autza,
que se ve muy grande, destrepando helechales y caminos de trote hasta la ermita
de San Fermín, donde ya está el espacio urbanizado de Azpilkueta.
Asentada en un estratégico balcón
que tiene el valle por panorama, esta Azpilkueta supo colocarse al pie de un
viejo camino que antes recorrieron peregrinos y guerreros. Entre sus casas de
piedra roja, en el solar de los Jaso, fue concebido el patrón navarro: San
Francisco Javier. La torre medieval que
fue su primera morada ya desapareció pero el pueblo sigue protegido arrimando
sus propias casas entre sí.
Bajando de Azpilkueta debe verse, si
las nubes no lo impiden aquí donde más llueve en Euskal Herria, el
vallecito que abriga a Amaiur, a los pies de Otsondo y Gorramendi. Un monolito
se yergue sobre un cerro acastillado. En aquella fortaleza se sucedieron una
tras otra repetidas invasiones desde el siglo XIII. Allí estuvo el último
bastión desde el que los agramonteses defendieron a muerte el reino de Navarra.
El castillo de Amaiur sucumbió ante los castellanos tras una heroica batalla en
julio de 1522. Nada pudieron hacer doscientos hombres, entre los que estaban el
padre y el hermano de San Francisco, contra los diez mil asaltantes que
rodearon la colina. Pero
aquel es todavía el más potente símbolo de la lucha secular por la
independencia de Navarra.
A poco que oigamos una conversación
entre Azpilkueta y Erratzu sabremos que estamos en Baztán, porque el euskera de
esta tierra tiene música propia, tiene sonido de montañas, gesto amable en la
palabra.
Arizkun está en silencio cuando cae la tarde. Porque hoy no
ha salido su oso furioso. Sólo sale el martes de carnaval enfurecido por su
encadenamiento. Y todavía, pese a su insistencia, no ha conseguido liberarse de
la cadena de su domador que lo arrastra año tras año por la fiesta.
Erratzu está a un paso, de camino
vecinal, de camino ahora asfaltado pero que siempre tuvo tránsito de vecinos,
de amigos.
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