Por las fronteras del alma
Lo
correcto, lo “oficial” de una alta ruta que se precie es comenzarla en el
extremo, es decir en la misma playa.
Pero
no es lo más habitual que quien va a emprender una larga travesía en busca de las
cumbres decida hacerlo caminando junto a la playa. Sí , siempre están
los rigurosos, pero no son los más abundantes.
Yo
recuerdo todavía aquella sensación extraña en ese primer tramo urbanizado que
comparten la alta ruta y el GR-10. Justo la de ser un marciano vestido con
mochila y botas que camina entre bikinis y surfistas y de pronto es como el
bicho de un parque de atracciones a quien todo el mundo mira. No deja de ser un
contrapunto pero esta vez mi travesía personal en esta tierra de fronteras
comienza por transgredir la norma y me planto en Biriatu para comenzar el
camino. Mato dos pájaros de un tiro –dicho de manera simbólica, que nunca
utilizaría arma ni mataría nada más abultado que un picajoso mosquito-; ahorro
un trecho que no me gusta y me presento en la plazoleta de Biriatu cuando aún
se desprenden aromas de café caliente, cuando el sol comienza a dibujar sus
primeras sombras entre la iglesia de San Martín y las casitas rojiblancas de
este pueblo que ojalá se guarde así mucho tiempo. Allí mismo, tempranito,
arranco mi periplo pirenaico.
Allí
mismo también, a la vuelta de la esquina, puedo abrevar mi cantimplora y ya
estaré listo para cruzar el Missisipi; perdón, el Pirineo. Cuestas desde el
primer paso… esto es la montaña; mirando al Bidasoa, el río de los
contrabandistas. Tendremos en este largo recorrido muy de cerca otras historias
de escaramuzas y estraperlo pirenaicos pero aquí mismo cuentan algunos testigos
que los pasadores ayudaban a los fugitivos del nazismo alemán instalado en
Francia a cruzar el Bidasoa escondidos de los controles de la Guardia Civil. El
río se va quedando abajo, envuelto en su cinta de árboles frondosos, casi
escondido, mientras el camino trepa. El GR se va por lo fácil, faldeando.
-¡Hasta
luego!, le digo.
Yo
me voy al norte, bajo las rocas extrañas del Txoldokogana. Por debajo primero
pero subido sobre ellas enseguida. Asomado, con los pottokas, desde la atalaya
de la Roca de las Perdices. Siempre me he preguntado por qué le llaman así
aunque nunca he visto aquí ninguna perdiz. Supongo que debe ser por la peculiar
forma adoptada por su estructura geológica creada por sedimentos oceánicos que
le dan cierto parecido a la cola de una perdiz. Por eso también hay una Roche à
Perdrix en los Alpes y otra nada menos que en Canadá.
Desde
esta atalaya simpática encuentro la primera duda de mi travesía: ¿por qué no
hacer la Alta Ruta
por Aiako Harria que está ahí enfrente?. Salir por Jazikibel, atravesar el
espinazo de Txurrumurru a Erroilbide y cruzar el Bidasoa rozando Bera. Claro
que también es posible.
-Bueno, me digo, para la próxima.
Y
de la misma, dejando Perdrix en el olvido, me dejo arañar por las argomas hasta
el Txoldoko. ¡Conquistada!. La primera cima de la Alta Ruta. Qué
bello rellano para pastar, o sestear. Pero no, nada de eso me está permitido
hoy; tira para abajo hasta Osin, más praderas de envidia, para volver enseguida
a trepar.
Qué
sino más estúpido pero tan hermoso este de bajar para volver a subir, para
volver a bajar y siempre así. Como nuestra propia alma.
La
cuerda es fácil y campestre y por eso es un espacio dado a las filosofías. El
sendero más allá de Osin está tallado por miles de pasos cada domingo. Muchos
van a tomar por aquí el hamaiketako hasta Ibardin.
-Mira
qué idea. ¡Eso voy a hacer!
Primero
me subo Manttale, casi poco más que un repecho y aunque busco no encuentro el
dolmen que está fichado por aquí. Así que me llego de un salto a Ibardin y me
pido un superpincho de tortilla y un cafecito. Vayamos suave, que lo duro ya
llegará sin buscarlo… Un poco de provisión en el super y a huir de las
muchedumbres del verano acarreando como locas pastis y cartones de tabaco.
Luego
viene Larrun… yo voy, quiero decir. Tirando de mapa y de topoguías que aquí, en
esta alta ruta, no hay balizaje que valga. A punto de perderme -eso también
pasa fácilmente si uno se descuida- consigo encontrar el camino en colaboración
con una parejita de enamorados franceses con los que hago un buen trecho de la
etapa; él con zapatillas de montaña y ella –muy aguerrida- ¡con sandalias!.
Esto también es la alta ruta.
La
maldita subida a Larrun me pesa; evito lo posible la grava de la pista pero es
difícil. Menos mal que el paisaje gratifica la mirada aliviando así la pena. Aún más cuando una
vez coronado Larrun uno se permite divagar entre sus peculiares formaciones
rocosas y compartir el sentimiento que trajo aquí a la primera turista de
Euskal Herria en subir a esta cumbre. La Emperatriz Eugenia
de Montijo subió aquí sólo para ver los paisajes. Y de eso abunda en todo el
derredor; hasta el mar.
Otra
licencia para confundir al alma. Aprovecharemos mientras podamos: comida y
cerveza fresca en una venta de la cima; en euskera, en español o en francés, el
idioma se elige gratis.
-¿Esto
es montañismo?. No lo sé, es la
Alta Ruta del Piri. Esto es la libertad y allá cada cual.
Antes
de partir me detengo a compartir experiencia con los turistas que llegan
ilusionados en el simpático tren cremallera. Tocan, si pueden, a los caballos y se
fotografían con ellos en un acto de apropiación simbólica. Allí les dejo, a la
cola del tren, y tiro pradera abajo, deliciosa pradera que se encrespa en
canales solitarias enseguida y hace trabajar más de lo que las piernas desean. Lo
mejor de Larrun está en este lado, en sus peñascos fantasmales, en esos conglomerados
sorprendentes enhiestos sobre pastizales tapizados de helechos.
En
Lizuniaga me espera –eso ya me lo he asegurado antes de salir- ducha, cena
amable y cama. ¿Qué más se puede pedir junto a un atardecer dorado sobre Larrun
y estas montañas del Bidasoa?.
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