Exceso de
naturaleza brutalmente configurada, excesos en los horizontes infinitos,
excesos en las formaciones donde mar y tierra chocan constantemente, excesos en
las luces y la meteorología, cambiantes y hasta agresivas. La energía que
emerge desde las profundidades se extiende incesante a la corteza de colores
desde la que el agua vuelve a ser imponente diseñando abstracciones y configurando
el espacio.
Islandia es
un exceso de territorio que propone paisajes para crear. De tanto exceso es
inabarcable y eso es casi lo mejor para el visitante primerizo que se llena de
sensaciones y emociones pero marcha necesitado de encontrarse de nuevo ante
esta inmensidad.
De paso,
pero no he podido escapar a buscar las motivaciones de los balleneros vascos
que se aventuraron –cuánto sentido tiene esta palabra- en este norte inhóspito
para llevar de comer a sus casas. No nos lo van a contar pero si alguna epopeya
han vivido nuestras familias debió ser aquella. En el curioso brazo de un
fiordo del norte quedan, junto a una fuente termal, unos viejos muros que, dicen,
los levantaron unos vascos en el siglo XVI; el topónimo es precioso: Strákatangi.