Ahora que ando entre huecos, agujeros y vacíos de
toda clase me ha tocado “pasar por el aro”. No por uno, sino por seis en
realidad. Aunque, si la Real Academia de la Lengua Española dice que “pasar por
el aro” es hacer, vencido por la fuerza o
maña de otro, lo que no se quiere el significado no vale para este caso. A
los animales les hacen pasar por el aro en el circo pero en Gipuzkoa, en las
faldas de la montaña del Ernio, no le obligan a nadie. Son cientos los romeros que
pasan camino de la cima y se detienen un momento junto a Gurutze Zaharra, en el
rellano que anticipa los repechos finales hacia la cúspide crucificada. Allí
hacen pasar su cuerpo y sus miembros por cada uno de los seis aros de metal en
la esperanza de ver cumplida alguna de esas viejas creencias que afirman que el
gesto procura beneficios en las dolencias musculares, óseas y reumáticas. Un
singular ritual de sanación al que la memoria no es capaz de poner fecha
iniciática. Los aros son rectangulares, ovalados y circulares, pulidos y
brillantes de hierro gastado. Normalmente descansan en los brazos de la cruz
pero en los domingos de septiembre no paran de acariciar cuerpos de toda clase.
Dicen que antes hubo hasta una veintena pero algunos desaparecieron rodando
montaña abajo. Seis aros, seis gestos, seis voluntades con raíz desconocida; en
el Ernio.
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