6 de marzo de 2012

Volver. Tenerife mon amour



He de confesar que mi propósito estaba en otro lugar pero circunstancias de la vida, de las compañías aéreas cuyo nombre no quiero escribir más bien, me han traído a Tenerife. De excursión, diría el otro, de descompresión, algunos, de desconexión, el que escribe. Eso sí funciona: cortar por lo sano el compromiso cotidiano para entregarse al plan de “lo que me apetece”, sin más. Como ahora mismo que me limito a escuchar mezclarse el viento con el batir de las olas bajo siluetas de montañas fantásticas. Esa es también la ventaja de volver, sabiendo incluso que reaperecerá la sorpresa porque, como ya he dicho más veces, nunca un lugar es igual al que viste antes. En esa sorpresa estoy envuelto, feliz, sabiendo que me esperan otras tareas, mirando paisajes entre plátanos, oyendo del frío lejano mientras me acaricia el sol. Rescatar estos privilegios cuando se puede parece imprescindible para la restauración de fuerzas. Entretanto la mirada fotográfica se reconcilia con lo conocido, lo escudriña de nuevo, indaga y rebusca en un ejercicio libre de obligaciones que permite una valiente diversión.
En Tenerife revivo las emociones del desierto, las furias de los volcanes –incluso apagados- la fuerza de los colores de la naturaleza y la capacidad humana para anclar sus vivencias a la nada o casi nada. También el retorno a las laderas del Teide para caminarlas despacio, casi acariciando sus lavas, sopesando las piedras livianas como el aire o densas como la misma obsidiana, para esperan en ella el ocaso o el movimiento de las nieblas meciéndose sobre el océano.
Volver siempre tiene su encanto y sus sorpresas.


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