He de confesar que mi propósito estaba en otro lugar pero
circunstancias de la vida, de las compañías aéreas cuyo nombre no quiero
escribir más bien, me han traído a Tenerife. De excursión, diría el otro, de
descompresión, algunos, de desconexión, el que escribe. Eso sí funciona: cortar
por lo sano el compromiso cotidiano para entregarse al plan de “lo que me
apetece”, sin más. Como ahora mismo que me limito a escuchar mezclarse el
viento con el batir de las olas bajo siluetas de montañas fantásticas. Esa es
también la ventaja de volver, sabiendo incluso que reaperecerá la sorpresa
porque, como ya he dicho más veces, nunca un lugar es igual al que viste antes.
En esa sorpresa estoy envuelto, feliz, sabiendo que me esperan otras tareas,
mirando paisajes entre plátanos, oyendo del frío lejano mientras me acaricia el
sol. Rescatar estos privilegios cuando se puede parece imprescindible para la
restauración de fuerzas. Entretanto la mirada fotográfica se reconcilia con lo
conocido, lo escudriña de nuevo, indaga y rebusca en un ejercicio libre de
obligaciones que permite una valiente diversión.
En Tenerife revivo las emociones del desierto, las furias de
los volcanes –incluso apagados- la fuerza de los colores de la naturaleza y la
capacidad humana para anclar sus vivencias a la nada o casi nada. También el
retorno a las laderas del Teide para caminarlas despacio, casi acariciando sus
lavas, sopesando las piedras livianas como el aire o densas como la misma
obsidiana, para esperan en ella el ocaso o el movimiento de las nieblas
meciéndose sobre el océano.
Volver siempre tiene su encanto y sus sorpresas.
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