De todo eso y más, de caminos y montañas, de pequeños
paraísos escondidos, de ermitas rupestres y barrancos salvajes, de paisajes
inmensos que florecen como la vida cuando la tierra aún está fría en el
invierno. De esos parajes aragoneses tan bellos y eternos como la Sierra de
Guara y el Reino de los Mallos me tocó contar vidas, historias y caminos en la
revista Pirineos.
Así se lee la introducción:
Al Reino de los Mallos
es apropiado viajar escuchando a Labordeta. Corazón aragonés, horizonte amplio,
con el sol a la espalda, o acaso con él atravesando el follaje de los pinos
para entrar afilado en tu retina.
Así, siempre entre
aromáticas y resecas plántulas que se quiebran al pisar, pinos adustos que
ensimisman los collazos, almendros cultivados y cuidados en campos que parecen
huertos de árboles y relieves marcados por peñascos de colores, como los propios
Mallos o esa esfinge solitaria de la Peña Gratal que impone su silueta en el
contraluz del amanecer, arriba el viajero a las tierras de Riglos.
Siempre hay allí un río
y aguas pirenaicas que fabrican nieblas con frecuencia; disimulado entre
barrancos, apaciguado en los embalses o bravo en sus rápidos, el río Gállego es
una vértebra ineludible de estos paisajes. Pero además es camino de emociones
porque el río se ha convertido en parque de juegos para los deportes de aguas
bravas. El rafting y descenso de piraguas proponen divertimento sin riesgo en estas
aguas desde que los calores de la primavera comienzan a dulcificar su
temperatura y temperamento. Basta esta única razón para venirse al Reino de los
Mallos a encontrar un fragmento de felicidad; aunque hay muchas más razones.
Descendiendo las revueltas del Gállego después de haberse ensimismado un
momento con el espejo del embalse de La Peña se podrá esperar enseguida la
presencia impresionante de los Mallos. Tras una curva, su imagen aparece de
modo imprevisto, su silueta cayendo a pico y, a los pies, el agitado Gállego. Y
esta es una foto inevitable.
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