13 de marzo de 2013

Nieve en el desierto

El Teide se mira en el espejo
Que al fotógrafo de paisajes le sorprenda una luz infraganti es un regalo. Que al fotógrafo de lo natural se le cruce el mal tiempo es una buena oportunidad. Que al fotógrafo viajero se le ponga delante sin avisar un temporal es una provocación. Especialmente lo es si viaja a un lugar que se supone cálido, donde predomina la tierra árida e inhóspita y de pronto se encuentra caminando bajo la lluvia torrencial o despierta con la nieve en los pies.
Era la isla de Tenerife, entre las costas del norte y los acantilados del sur, con el parque natural del Teide en el centro. El viento se llevó ramas de palmeras, desprendió rocas, dejó a las gentes protegidas en sus casas y trajo las nubes; las nubes dejaron la tormenta, aquella el agua y el aguacero, el frío y la nieve. Y el Teide amaneció blanco como la cal, brillante y espectacular, deslumbrante en el horizonte del desierto volcánico.
Se creó el espejo sobre la arena, la montaña se miró en él y, viéndose hermosa, lo anunció silbando a las nubes y asomándose a todos los horizontes; se atrevió incluso a coquetear con un singular sombrero blanco.
En Tenerife, mientras la nieve llegaba al desierto, el mar siguió extremeciendo los acantilados de lava y mareando las playas negras. Toda una tierra de contrastes.











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