5 de diciembre de 2013

“Agur” cerca de Chernobil



Slava camino de la escuela en Orane

Soy un madrugador empedernido y eso me da ventajas pero a veces quebraderos de cabeza. Tantos como cuando se espera la noche y las estrellas que tantas veces son invisibles. Madrugar también prodiga a menudo sorpresas inesperadas y en ellas encuentro el mejor aliado para ser capaz de abandonar el amable calor bajo las mantas.
Había llegado bajo la luz de tímidas farolas de las que colgaba una solitaria bombilla, venciendo el frío apretando el calor de mi chaqueta roja contra el cuerpo, a una aldea tan oscura como apartada.
En Orane, una aldea agrícola a una decena de kilómetros del área de exclusión de la central nuclear de Chernobil, me quedaba la duda de cómo eran sus paisajes, de qué color sus casas, la imagen de sus tierras y los horizontes que en la noche solo eran negra oscuridad.
Por eso las primeras luces del día me encontraron bien abrigado pisando con mis botas sobre la tierra. Las cocinas de los hogares aún irradiaban más luz que el sol del amanecer. Caminando una solitaria carretera de asfalto roto hacia varias casas alejadas del centro de Orane, si centro puede llamarse donde se encuentra su capilla, la biblioteca y la casa que sostiene en su fachada el buzón de correos, vi acercarse hacia mí una silueta pequeña que parecía de niño con abultado anorak, manos en los bolsillos, cabeza cubierta por pasamontañas y andar ligero, como apresurado. No me atreví a enfocar la cámara para no romper la soledad de aquel encuentro. Era un niño y se detuvo junto a mí investigando con su mirada mientras me decía algo en, supongo, ucraniano. Solo pude sonreir y decirle con gestos que no le entendía. Él tenía prisa; sacó su mano del bolsillo, la levantó y dijo suavemente: “agur”.
-         ¿Euskeraz egiten duzu? (¿hablas euskera?), pregunté.
-         Bai (sí), respondió
No pensé otra cosa: escuchar esa lengua de mi tierra a casi tres mil kilómetros de casa pronunciada por un niño era emocionante.
Mantuvimos una conversación muy breve. Supe su nombre -Slava- y quedamos en vernos en su escuela más tarde, como estaba planeado pero él no sabía aún. Continuó caminando aunque se volvió varias veces a mirar al extraño antes de doblar la curva en la que nos perdíamos de vista.
El amanecer había comenzado ya a iluminar suavemente la aldea cuando el autobús recogía al pequeño grupo de escolares. Allí, con Slava, iban algunos de los “niños de Chernobil" que han viajado a Euskadi para compensar los efectos negativos de la radiactividad. Ahora tienen mejor salud, bastantes amigos lejanos, son felices hablando una lengua rara en Ucrania y, además, ese viaje repetido les abre una puerta al mundo que de otro modo estaría cerrada para siempre.
El encuentro casual con Slava fue bastante para un amanecer. Luego vino el sol, pintó de color algunas siluetas y creó reflejos en el estanque fluvial de Orane.
Refugio contra la raiactividad

Slava en la escuela
ORANE




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